La jugada de Scream (1996), cinta que se sitúa entre la parodia y el homenaje del slasher sin sacrificar el componente violento del subgénero, era muy buena. Tanto, que hacía falta mucho ingenio para que sus secuelas no fueran más que copias eficaces del original, precisamente lo que fueron. Esta cuarta y tardía entrega de la saga de Wes Craven tampoco está a la altura de la primera, ni aporta nada nuevo, pero las cartas de la parodia, el humor negro, el elemento cafre y la retahíla de guiños al género, materiales de base de la serie, están bien jugadas.
Kevin Williamson, también escritor de la primera y la segunda entrega, firma un guión en el que sobra la explicación de las razones del asesino y se echa de menos un diseño de muertes más ingenioso; pero que funciona por lo deliciosamente brutas que son las escenas violentas, y por la astucia con la que el cineasta camufla la identidad del asesino, maneja el cine dentro del cine (el arranque es glorioso) y lanza referencias. Con esos guiños a otros filmes y a los mecanismos del cine de género, Williamson no se limita a buscar complicidades: se refiere también con picardía a los clichés, la evolución y los vicios actuales del cine de terror. Y, al confiarse a su guión, Craven deja claro su esfuerzo por adaptarse a los tiempos y no hacer un cine senil.
Por Desirée de Fez, para Fotogramas
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