Llegó al Festival de Cine de Cannes de incógnito y prácticamente nadie lo vio. Su película El árbol de la vida se llevó el máximo galardón del festival el domingo pasado y pocos lo anticiparon. Para muchos -la mayoría- el nombre de Terrence Malick dice poco. Pero ya sería tiempo de abrirle una ficha especial: es un caso aparte.
Se le ha considerado el Salinger del cine estadounidense por su negativa de aparecer en público, ser fotografiado o dar entrevistas. Es por lejos el director más escurridizo. Es virtualmente nula la información que ha entregado de su biografía. Pero como todo gran artista, y son muchos los que aseguran que lo es, sus obras hablan por él. Por las venas de este cineasta taciturno de 68 años corren la singularidad de su personal visión de las cosas, su fascinación por la naturaleza y las recurrentes preguntas sobre lo que significa estar en el mundo. Y no hay muchos que hayan filmado tan poco en cuatro décadas de carrera -apenas cinco películas- y hayan llegado a cotas tan altas de expresividad, fuerza y profundidad.
Nacido de padres libaneses en Waco, Texas (la ciudad donde en 1993 murieron 75 personas tras un enfrentamiento entre una secta davidiana y agentes federales), Malick estudió filosofía en Harvard y se graduó con los más altos honores. Se sabe que hizo clases de literatura, cursó un master en Bellas Artes y derivó a la escritura de guiones. Pero también que carga con la culpa de no haber estado presente cuando su hermano se suicidó.
Hijo de esa época de revisión y purga, que fueron los años 70, Malick se apartó de los De Palma, Scorsese, Coppola o Altman y quizás haya sido el único que no se dejó confundir por los destellos de la técnica o las promesas emancipadoras de la década. Prefirió el camino propio y se adentró en su propio mundo entregando dos obras incomparables: Badlands (1973) y Días de gloria (1978). En la primera, una chica inocente, Sissy Spacek, se dejaba arrastrar por la espiral de la violencia. En la segunda, la pequeña Linda Manz, como la hermana menor de Richard Gere, ve su mundo tambalear debido a los errores que cometen los mayores.
Después Malick se fue. Desapareció por 20 años. Y cuando volvió, fue como si nada hubiera cambiado. La misma fractura está en los aterrorizados soldados de La delgada línea roja (1998) y en el desconcierto apocalíptico de los nativos americanos de El nuevo mundo (2005). El cine de Malick no se desgasta en anécdotas y sus obras buscan responder preguntas antiguas: el significado de la vida o la naturaleza como santuario de paz. "¿Qué nos impide alcanzar la gloria?", dice un soldado de La delgada línea roja.
Sus protagonistas viven casi siempre en el exterior, en una naturaleza que los acoge, pero también los separa. Su obra se podría emparentar mejor con la del tailandés Apichatpong Weerasethakul -el ganador de Cannes el año pasado - que con cualquiera de sus colegas. Otros lo relacionan con Kubrick, a partir del perfeccionismo técnico que ambos comparten. Basta escuchar lo que piensan los soldados de Malick que batallan en Guadalcanal para sentir las dudas y argumentaciones del por qué estar ahí: "¿Cómo perdimos la bondad que nos fue entregada? ¿Cómo la dejamos escapar sin importarnos?".
Que Malick sea un cineasta o un filósofo es algo que tal vez ni siquiera él sabe muy bien. Lo que sí se sabe es que El árbol de la vida es una cinta mucho más elevada que sus realizaciones anteriores. A través de la historía de una familia texana en los años 50 (y con Brad Pitt en el rol central) se permite divagar sobre el origen del universo a través de imágenes de estrellas y de células. Incluso hay una larga secuencia con dinosaurios.
"Admitiendo su innegociable vocación de juglar -escribió Carlos Boyero en El País- hay tanta densidad en El árbol de la vida que a veces me pierdo y en otras ocasiones me conmueve. La media hora inicial la veo en estado de hipnosis, aunque me resulte difícil saber de qué está hablando... Estoy deseando que aparezcan humanos. Y cuando llega esa historia está retratada de forma deslumbrante".
Quienes han trabajado con él, están de acuerdo en que es una experiencia única. En 1978, Martin Sheen, protagonista de Badlands, declaró en una entrevista: "Trabajando con él fue la primera vez que estuve relajado frente a la cámara. Sabía que lo que habíamos hecho era especial. Nunca más estaré tan bien como lo estuve en esa película."
Por su lado, Brad Pitt no se ha mostrado tan seguro con lo vivido en la filmación de El árbol de la vida: "No sé si volvería a repetir un rodaje como éste, me dejó exhausto. De Malick aprendí que debes vivir el momento en el rodaje y que no puedes planificar muy bien el futuro".
El nominado al Oscar, Jack Fisk, diseñador de producción de todas las películas de Malick, es uno de los que mejor lo conoce y entiende su forma de trabajo: "No hace cine de manera tradicional. No entiende lo que es iluminar en una sola parte del set o en una única dirección. Cambia de dirección como cambia el sol, siempre mantiene todo con iluminación de fondo. Trabajo como a él le gusta. Es único". Mientras, Colin Farell protagonista de El nuevo mundo, ha dicho: "No se trata de que sea fácil, se trata de disfrutarlo y lo disfruté. Volvería a hacerlo". El español Javier Bardem, uno de los protagonistas de la nueva película que Malick ya filmó y aún sin título definitivo, lo definió como "un humanista y un creador excepcional. Alguien muy, muy tímido".
Contemplativas y atípicas, sus películas ya se abrieron al extravío y al exceso. Habrá que esperar el estreno de El árbol de la vida en agosto en Chile para saber si tanta poesía audiovisual sigue siendo cine. Pero de cualquier forma, la experiencia no será quizás no perfecta, pero sí única.
Información extraída de latercera.com
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